viernes, 28 de noviembre de 2014

Publicada por Pagina 12 el 25/10/2014
La tierra para el que la especula




Vista aérea del emprendimiento en Colegiales y sus “atractivos”.

Por Sergio Kiernan

Tres casos de especulación de escalas diferentes muestran cómo se piensa el negocio y descubren el costo social de las torres y la superdensidad urbana.

Una mentira sutil y de interesados es esa que repite que “las ciudades cambian”, “el cambio es progreso” y “no se puede congelar una ciudad”. Estas cosas suelen decirse con aire grave, profesional, como algo inevitable, natural y positivo. Con lo que se busca poner al que disiente en algún lugar de romántica nostalgia, impotente y zoncito. Pero resulta que ni las ciudades cambian tanto, ni el cambio es progreso, y que sí se puede congelar ciudades: Europa cambia poco y con cuidado, congela kilómetros cuadrados de sus ciudades, y nadie parece perder ni un centavito (al contrario).

Con lo que el que dice estas cosas suele ser un especulador o un asalariado de un especulador, de los que piensan que para construir es deber patriótico llevarse todo espacio libre por delante y destruir todo lo que sea anterior, más pequeño, mejor. La hiperdensidad y el piedra libre son vendidos como progreso por una razón y sólo una: es rentable para un selecto grupo que tiene el capital y los contactos para sacar provecho. No sorprenderá que las consecuencias para la mayoría sean nefastas.

Si se impulsa una Buenos Aires apiñada y de gran altura, se está contando con dos grandes subsidios públicos. Uno es que construir una megatorre no implica ningún costo de infraestructura pública. Hasta en naciones que prácticamente inventaron el neoliberalismo y tienen como bandera la libre empresa te cobran por alterar la infraestructura, como puede contar cualquier especulador en Nueva York. La ciudad –el Estado– se niega terminantemente a pagar la ampliación de redes de agua o cloacas para que una empresa se llene las arcas con un emprendimiento. Así como se le paga a la compañía privada de electricidad, se le tiene que pagar al dueño de la infraestructura pública. Esta idea neoyorquina llevaría a nuestros especuladores al paroxismo, gritando que efectivamente llegó el comunismo a Buenos Aires, o al menos el chavismo, porque están acostumbrados a una complacencia perfecta de los municipios locales.

Pero la mayor distorsión causada por este piedra libre en materia de alturas y densidades se ve en el valor de la tierra, paralela a la devaluación de los edificios pequeños. Es un fenómeno claramente especulativo que podría solucionarse con voluntad política, pero es el centro del negocio como lo entienden los especuladores y sus socios macristas. Dos ejemplos en Colegiales, de escalas muy diversas, revelan la lógica económica de la destrucción del patrimonio y la construcción del hacinamiento urbano.

Uno pasa por un gran terreno libre en la calle Concepción Arenal frente a los silos de Dorrego, trece mil metros cuadrados hasta ahora de verde abierto. El lugar pide a los gritos ser una plaza en un barrio que la necesita, pero fue vendido a quince millones de dólares, según se les cuenta a los inversores que se quiere atraer. El proyecto es crear una torre de esa modernidad pasteurizada que se usa ahora, treinta pisos que podrían estar en Kuala Lumpur, Shan-ghai o San Pablo, cuyo único valor conceptual es que son a estrenar.

Quienes se interesan en el tema se enterarán que se van a construir casi 32.000 metros cuadrados y 550 cocheras, y que “el costo de la incidencia de tierra se encuentra muy por debajo del precio de incidencia actual del mercado, una vez vendidos los metros totales del proyecto se obtiene la maximización del capital inicial”. Y ¿cuánto será esa “maximización”? Según el coqueto folleto del emprendimiento, un cincuenta por ciento a doce meses. Ni George Soros ni Donald Trump harían semejante promesa, por temor a ser llamados especuladores o peor...

Naranjas



Para comparar naranjas con naranjas, basta ver otro proyecto igualmente indiferente a toda generosidad arquitectónica o urbana, grandulote y hormigonudo, al que un equipo de publicitarios también le inventó un nombre pomposo ("Altos del Arte"). Este ejemplo se alzará en Bartolomé Mitre y Uruguay, e implica la reconstrucción –por ley– del Teatro Argentino. Además de los ammenities usuales, el proyecto es llamativo porque incluye nada más que monoambiente, porque es enorme con sus 18 pisos y porque también se vende como inversión desde el pozo. Pero la promesa esta vez es de “un 13 a un 18 por ciento de la inversión”.

Este tipo de promesas y este tipo de emprendimientos crea un precio base para la tierra que destruye cualquier otra posibilidad urbana. Si no se bajan drásticamente las alturas permitidas, no habrá presupuesto público que pueda comprar un terreno digno de una plaza, y no habrá pieza patrimonial que resista semejantes cañonazos. Un ejemplo modesto también en Colegiales muestra esa opción de hierro. En Honduras al 5900 se alza todavía, cachuzona, una casa chorizo de las grandes, que se tema sea la última de Buenos Aires. El caserón toma un terreno apetitoso, de 8,66 metros de frente y 50 de fondo, 430 metros casi completamente tomados por la criolla de las fotos, de dos galerías, patio al frente y a ambos costados, y fondo de los que supieron tener gallinero.

Lo curioso del asunto es que el caserón se vende a 930.000 dólares pero el FOT final es de apenas el 1,5, con lo que se pueden construir 650 metros, un edificio más vale modesto. A este precio y con tantos metros ya construidos, es concebible que la casona fuera comprada para reciclar, ampliar, usar como hotel o emprendimiento, o vivienda de alguna familia feliz. Pero la inmobiliaria –que decidió que Honduras 5900 es “Palermo Hollywood”– pone una condición tajante: “Casa a demoler completamente”. El sitio web hasta aclara que “tenemos plancheta”, jerga para decir que se puede destruir la casa. Pero ¿por qué obligar al comprador a demolerla? La única explicación es ideológica o simplemente la costumbre de que todo debe ser demolido para exprimir el terreno hasta el último dólar.

Pero al hablar de Buenos Aires (como en otras ciudades apetecibles del país) se termina hablando de demoliciones, especulaciones y patrimonios en riesgo, con los seres humanos como caminando entre negocios ajenos. Al surgir el tema de la vivienda social y la falta de habitación para tantos, se terminó hablando de números en dólares. El fenómeno especulativo se come cualquier posibilidad de construir para los que necesitan, sea desde el Estado o desde un mercado privado dirigido a ofrecer alquileres. Y el centro de la cuestión es la pulsión por crear supertorres donde la “incidencia de la tierra” permita superganancias. Total, la idea no es que viva nadie en esos edificios, que son cajas de seguridad para guardar dólares.

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